Trenes.
Acabo de bajar del tren de alta velocidad en Santa Justa.
No niego lo cómodos que son, todas las ventajas que representan, pero esto no es viajar en tren., Lo sé, no hace falta que me mires con esa condescendencia, esto es el futuro y yo parezco pertenecer a un pasado que no es más que eso, pasado.
¿Sabes? me gustaba el sonido que hacían las ruedas al pasar con una precisión de metrónomo los empalmes entre los rieles, ¿te puedes hacer una idea?, entonces o dormías o charlabas con quien te tocaba como compañero de viaje. Pero lo que más echo de menos son aquellas noches con la ventanilla del pasillo bajada, mirando a un infinito que tú sabías bien próximo. Hoy cuando atravesaba la zona en la que debe estar Despeñaperros recordé un viaje de mi Juventud. Volvía de Galicia, el viaje, que a otros se les hacía interminable a mí me parecía un regalo impagable. Viajaba solo, los viajes han de hacerse solos, si no se convierten en otra cosa. Habíamos salido por la tarde, ya muy de noche cruzamos las montañas que se imaginaban feraces, tremendas que separaban Galicia de Castilla, comenzó a amanecer en algún punto entre Zamora y Medina del Campo. Los campos de cereal empezaron a hacerse visibles, en algún momento se doraron y el viento los meció creando la imagen de un mar de oro. En el pasillo solo había otra persona, una chica joven que varias ventanas más allá fumaba de forma compulsiva y dejaba que el viento moviese su melena suelta con los ojos semicerrados, por un instante me gustaría haber estado dentro de sus pensamientos, imaginé historias , para una mujer joven que no podía dormir y que necesitaba el aire en la cara para sentirse viva, abandoné cuando pensé que tal vez solo se trataba de una persona que como yo únicamente quería disfrutar de algo tan bello en soledad.
Un hombretón que estaba en el mismo compartimento que yo debió despertase, Tenía un bigote inmenso, lejos de aportarle seriedad le daba un aire cómico a su cara, un aire que no desmentían sus ojos y parloteo incontinente. “Hola chaval, ¿un pitillito? ¡Venga!. ¿Se puede saber qué haces aquí a estas horas? Pero si esta es la parte más fea del camino, aquí no hay nada que ver, un montón de trigo que se extiende hasta donde te llegue la vista.”
¿Cómo podía explicarle que a mí me parecía un paisaje encantado, que en su humilde sencillez, me parecía que no pudiese haber un paisaje que me hablase tanto y tan bien de mi historia, de la de mis antepasados, que todo el mundo que estábamos creando de espaldas a esos infinitos campos de trigo era artificial y se volvería contra nosotros, que estos campos siempre ávidos de agua, duros como sus gentes y que como ellos capaces de dar los mejores frutos, serían el recuerdo al que tendríamos que volver?.
Se giró vio a la chica y me dirigió una sonrisa cómplice, “así que es eso, lo eterno, una chica guapetona y aquí el mocito a ver si es capaz de pelar la pava”. ¿Para qué sacarle de su error?. Asentí con un gesto de cabeza entre avergonzado y tímido, rogué para mis adentros que mi silencio indujese el suyo. El amanecer se había desbordado, a los dorados le siguieron unos rojos inauditos, el campo cobró vida, algunos pequeños pueblos de adobe y teja alrededor de soberbias iglesias se acercaban a nosotros, pasaban raudos y terminaban por desaparecer a nuestras espaldas, entonces aún a una velocidad en la que aún era posible ver como se desperezaban. Que distintas velocidades tiene la vida.
La máquina era diésel, pero juraría que hubiese sido de carbón, el aire me trajo el olor del motor, su humo, me trajo recuerdos más antiguos, de mi niñez tomando el tren entonces si de vapor, sí de carbón en una pequeña estación de madrugada, creo que era la de Oropesa, pero yo era un niño demasiado pequeño y la emoción de montar por primera vez en un tren pudo sobre la memoria del sitio, del pueblo, de la estación, solo recuerdo el vapor, el ruido y un sobrecogimiento teñido de cierto miedo, después el sueño inducido por el traqueteo en las piernas de mi madre.
Creo que ese viaje tuvo algo de iniciático, por primera vez el viaje en sí mismo tuvo sentido, despareció la imperiosa necesidad de ser veloz, de llegar a ninguna parte, comprendí que el viaje en sí mismo tenía sentido.
Además me enamoré, que locura. En Segovia montó una mujeruca de campo con una cesta que imaginé llena de comida y una chica del mismo color de los campos de cereal que habían quedado atrás. Vestida toda de negro y con un pañuelo del mismo color a la cabeza contrastaba con el floreado vestido de la chiquilla, con sus trenzas hechas con mimo, casi escrupulosamente esculpidas y con unos lacitos en las puntas. Su cara era del color de la mies a punto de ser cosechada. Sentada frente a mí apenas levantó la mirada más que algunas veces, pocas, pero una de esas veces me sonrió, cruzábamos Guadarrama, quise sacarla del compartimento y arrastrarla a la ventanilla del pasillo, deseaba decirle que le ofrecía todos esos pinos, esas montañas, ese cielo, que la quería, que ya no podría vivir sin ella.
No cruzamos ni una sola palabra, llegamos a la estación del Norte, ella caminó tras la que debía ser su madre, solo al llegar al final del andén se volvió a mirarme y sonreírme.
A lo largo de mi vida adulta he vuelto en muchas ocasiones a esa estación de tren, tuve la suerte de vivir cerca de ella y algunas tardes las pasé sentado en los bancos de sus andenes viendo pasar los trenes, la gente, la vida. Siempre recordaré esa sonrisa. Ahora que ya solo me quedan mis recuerdos se mezclan el olor a carbonilla, el amanecer dorado y las trenzas más lindas enmarcando una sonrisa que me ha acompañado toda la vida.