Relatos 77 04/10/2023

Aún no iba a la escuela, su padre le llamaba perdigón, y ya caminaba sin hacer ruido, no era como los otros niños de su edad, bulliciosos, omnipresentes, vivarachos. Ella apenas se dejaba notar.

Aprendió pronto cuál era su lugar. Aprendió a pasar desapercibida y sin embargo a estar presente, lo sabía, sabía que tenía que estar preparada.

Un grito fuera de lugar la reclamó a la cocina, antes de que se apagase el eco en las cuadras ella ya estaba al lado de su madre.

Haz esto, coloca aquello, recoge la mesa, rápido que tienes que ir a la escuela. Su rostro se iluminaba, ya no. Se iluminaba, ella cree que hace una eternidad, pero fue hasta hace unos meses. Que a una chiquilla se le ilumine la cara no es de recibo en esta casa. Tuvo que aprender a reír sin que sus labios se moviesen y un poco más tarde aprendió a no llorar. Su madre se golpeó con la artesa haciéndose una herida profunda de la que manaba abundante sangre, no pudo reprimir un grito, ¡madre!, no pudo evitar correr hasta ella y abrazarse a sus faldas. Una mano dura la apartó, ¡deja de llorar!, esto no es nada, es la vida, si no somos fuertes para resistirla mejor meterte a monja.

La piel de unas manos aún en construcción con una piel clara y sonrosada se agrietaron rápido, adquirieron fortaleza y perdieron la delicada textura que tuvieron. Las miraba y cuando nadie la veía las movía haciendo intrincados juegos con los dedos. Ahora, muchos años después, piensa que tal vez aquel juego inocente fue el portón de entrada para su imaginación, el portón por donde escapar de la realidad.

Le gustaba observar a los hombres cuando charlaban en la cocina con un vaso de vino en las manos y bien cerca de la lumbre. Siempre en un rincón, en el más oscuro y alejado, no podía arriesgarse a que su madre la viese y le recordase que ese no era sitio para ella.

Por el medio de la calle entonces corría en época de lluvias una reguera que desaguaba en el arroyo, descubrió unas hojas que eran arrastradas por el agua y de inmediato imaginó barcos que marchaban a otros países, a otras tierras lejanas y cálidas. Estuvo un rato mirándolas hasta que las perdió de vista y corrió a su habitación, escondido debajo de las mantas viejas guardaba un tesoro, un viejo libro infantil con ilustraciones de color. Allí estaba su universo, príncipes valientes, princesas guapísimas y rubias como el sol, hadas generosas y brujas malignas que a caballo de dragones hacían el mal. Había otros mundos y ella aprendió a crearlos nuevos y mejores.

En los momentos en los que podía escaparse de la rutina de los trabajos caseros, el colegio y las tareas, salía a la puerta aprovechando los rayos de sol que la calentaban y abría su caja de puros. Cómo quería su caja de puros, se la había regalado su tío, el que venía los veranos de vacaciones. Ahora guardaba allí el libro y sus más preciados tesoros. Alguna muñeca y un par de peluches, un oso y lo que parecía un cruce de gato y tigre, no cabían en la caja así que esperaban en la habitación a ser rescatados para el juego. Había plumas, pocas, no se conformaba con las comunes, la mejor la que le regaló su padre, era de Águila, aunque la de pato tenía bonitos colores irisados no llegaba a la impresionante presencia de la del Águila. Canicas, algunas cogidas a los hermanos, otras cambiadas en la escuela por un melocotón, o dos cromos. Un corcho levemente tallado con una forma difusa, un diminuto barco de plástico y entre otras algunas cosas más, la joya de la corona, un puñado de piedrecillas pulidas recogidas en la orilla del río.

Esas piedrecillas, perdidas con los años, son ahora su mejor recuerdo, las tiraba y volvía a recogerlas, y a cada tirada inventaba una historia, las piedras le hablaban y le transmitían historias de la historia de la tierra. Las garabateó y las piedras se convirtieron en elementos mágicos. Esos escasos momentos de juego solitario terminaron por construirla.

El resto de los niños de su edad habían perdido el interés en ella, no los acompañaba a robar fruta, a meter los pies en el arroyo, no les hablaba. Eran demasiado niños para ella, salvo el vecino de pelo crespo y rojizo, un año mayor que ella, aunque iban a la misma clase. Se sentaba cerca pero no demasiado y se podía pasar todo el tiempo del mundo viéndola jugar sin cruzar una palabra. Ella intentó enseñarle a jugar, pero le faltaba imaginación y volvió a sentarse en la puerta de casa y mirarla.

Los gritos se escucharon en todo el pueblo, la niña se había ahogado, estaba tirada en el regato que apenas cubría un par de palmos. Nunca nadie supo que es lo que pasó, ella no murió, el miserable regato no daba para tanto, accidente, intento de suicidio, quien sabe. Todos en el pueblo sospecharon que la madre sabía lo que había pasado, pero nada pasó de ser una conjetura. Solo hubo una persona que desde el primer momento lo tuvo claro, el pelirrojo, con su vocecita inmadura lo sentenció, ella quería irse con los barcos a otro sitio donde hiciera calor. Un pescozón y alguna frase despectiva, este muchacho está medio tonto, ¡anda, tira para casa!

¡Pero es que quería irse! Un sonoro bofetón de su madre y el tema pasó al olvido.

La vida siguió, como siguen las malas y las buenas historias. Ella terminó por marchar y llevar una vida marcada por su infancia, como cada uno de nosotros, sólo que ella supo sacar la cabeza del agua a tiempo y hoy vive, no deja pasar los días, vive.

Después de muchos años ha vuelto al pueblo, apenas ha cambiado, alguna calle encementada, ya no corre el agua por en medio de estas, algunas farolas más y un bar que no es la tasca infame que tenían antes. Lo ha visitado todo, incluso se ha parado a charlar con las vecinas, ahora no eran sus madres, eran sus compañeras de la escuela, matronas con un hijo, dos como máximo, no están los tiempos para alegrías. Al subir por su calle camino de la casa que fue de sus padres y que ahora trataban de vender todos los hermanos, le vio venir. El sol del verano hacía que su cabeza pareciese en llamas, lo reconoció al instante, él a ella también, sonrió. Hubo un momento embarazoso, no sabían si darse un beso, un abrazo, si darse la mano o hacer un gesto con la cabeza. Se impuso la cordura y se abrazaron tímidamente mientras se daban un beso en las mejillas. Se separaron como polos opuestos, se miraron, apenas se dijeron nada, tal vez los ojos dijeron más, se despidieron sin promesa de volver a verse.

Apenas unos metros después él la llamó, ella se dio la vuelta.

¿Qué quieres?

¿Por qué has vuelto? Yo siempre supe que tú querías marcharte y aquí sigue haciendo frío.

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