Relatos 51 02/03/2020

Memorias 1

Aún era temprano, mis primos y yo con nuestras madres habíamos decidido ir a pasar el día a la garganta. A finales de junio aún bajaba con suficiente caudal para que se formasen profundas fosas en las que tomar un baño en sus heladas aguas.

Me habían encargado de poner a enfriar, en una pequeña poza por la que corría un regato de agua, una sandía y una botella de gaseosa, me había dado un baño y me tumbé sobre una de las piedras, no estaba todavía muy caliente, pero el suave calor que desprendía resultaba muy reconfortante; como un rumor me llegaba el sonido de las voces de mis primos, de sus risas infantiles, quería ir a jugar con ellos pero preferí quedarme mirando el cielo, unas nubes dibujaban extrañas formas que yo modificaba, algún buitre me sobrevolaba en magníficos círculos.

No creo haber vuelto a sentir esa sensación de paz en el resto de mi vida.

Sus padres, parientes lejanos de los míos, la habían dejado unos días de vacaciones en nuestra casa, era una absoluta desconocida. Creo que mis primos y yo la consideramos una intrusa, aunque era de mi misma edad yo había terminado ese año el bachillerato y ella acababa de terminar en su primer curso de historia en la Universidad de la Sorbona. ¿Se lo pueden imaginar?

Bien, yo era un muchacho de Madrid, comparado con mis amigos casi un cosmopolita, y de repente aparecía aquella muchacha y nos eclipsaba. Sus padres vivían en París y ella había estudiado el bachillerato en su ciudad y naturalmente había continuado en la universidad que le correspondía.

Los dos primeros días la soportamos como se soportan las obligaciones tediosas que dicta la educación, apenas algo más que una fría y distante cordialidad, el tercer día nos quedamos solos en la piscina, a ella no le gustaba ir a la garganta y mis primos se habían largado, mejor dicho habían escurrido el bulto.

Hablamos, hablamos de las cosas que se hablan cuando se tienen diecisiete años, por dios, que insignificante me sentía a su lado, era un portento, inteligente, culta, alegre, despierta. Decidí que en los dos días que quedaban haría lo posible por integrarla en el grupo heterogéneo que formábamos y que empezaba a dejar atrás la pubertad para sumergirse en las aguas turbulentas pero luminosas de la juventud.

En la trescasa, justo antes del pozo y las escaleras que llevaban al huerto, tenía mi abuela una amplia terraza cubierta con un hermoso parral, que en las tardes de verano proporcionaba una buena sombra y un agradable frescor. No recuerdo por qué pero esa tarde volvimos a quedarnos solos, mis padres dormían la siesta y mis primos habían aprovechado para escaparse, seguro que a darse un baño tan prohibido como sistemáticamente burlado. Nos sentamos en un par de sillas de playa, estaban muy juntas y ninguno hizo por separarlas. Recuerdo el silencio solo roto por el zumbido de algún moscardón o alguna abeja que se acercaban a las uvas, aún inmaduras. En algún momento nuestras manos se rozaron, fue fortuito, estábamos con los brazos apoyados en los reposabrazos y de forma natural nuestras manos estaban a escasos centímetros, tenía los ojos cerrados pero los cerré con más fuerza aún, ninguno retiró la mano. Unos minutos después noté cómo se movía e inmediatamente su respiración frete a mi cara, me besó, fue mi primer beso adulto, bueno, ese no, ese me pilló tan de sorpresa que ni abrí los ojos ni pude mover un solo músculo, fue el siguiente, aún con los ojos cerrados la atraje hacia mí la senté en mis piernas y entonces si nos besamos. “Creo que debemos ir a la piscina, sí, será mejor”. A veces dudo de que lo que pasó en esos dos días haya sido real, ya no hablábamos, nos limitábamos a buscarnos y aprovechar cada instante para hacer algo que no tenía nada que ver con el amor o la pasión, ni siquiera con la ternura y a pesar de todo era lo que ambos deseábamos sobre todas las cosas. Ni siquiera recuerdo su nombre, alguna vez me sentí tentado de hacer alguna averiguación, no hubo cartas, no hubo nada, si es que nada es un recuerdo que ahora todavía me turba. Desapareció, recuerdo su última mirada cuando entraba en el coche de sus padres, ni siquiera me había fijado detalladamente en ella, tuve que hacerlo en un instante, la piel oscura o bronceada, los ojos del color del chocolate, una nariz grande, de las que dan carácter, delgada pero ya con formas de mujer, nada más, ¿recordará ella algo de mí?

No había sido muy buen estudiante, pero terminé mis estudios y como no habían conseguido matar al idealista que llevaba dentro inicié otra carrera, al parecer exitosa como cooperante. Estuvo bien al principio, en realidad no éramos cooperantes, ese es un término demasiado reciente, éramos unos pocos locos que decidimos lanzarnos a la aventura, después vendría la racionalización el buscarle una justificación intelectual, pero yo sé que simplemente éramos unos idealistas con muy poca preparación, muy buena voluntad y demasiados pájaros en la cabeza. Pensar esto sentado en el suelo rojo de la sabana con la espalda apoyada en el tronco de una retorcida acacia, me ha hecho empezar a reconsiderar volver a… iba decir volver a casa, pero hace mucho tiempo que no tengo casa, decidí que no podría vivir esta vida con ataduras y me convertí en un hombre solitario rodeado de gente, qué estúpidamente tópico.

No tengo a donde volver, en el Jeep viene Pedro, él lo ha tenido más claro un día le dijo a Lisbeth, donde tú estés es mi casa, y por aquí andan mirándose embobados a pesar de los años y sinsabores de esta vida, creo que de alguna forma que nunca reconoceré les tengo envidia.

A falta de hogar volveré a los cuarteles de invierno, está decidido, los recuerdos han empezado a pesar demasiado.

Me gustaría saber que hago sentado ahora de nuevo con la espalda pegada a uno de los pinos de repoblación que tachonan los robledales de los Montes de Oca, y sobre todo me gustaría saber por qué todos estos recuerdos inconexos.

Ya llevo unos años en España, me he reconciliado con mi vida y mi pasado, pero al pasar por esta mínima zona de descanso que no pasa de ser más que un aterramiento en que no deben caber más que cuatro coches o un camión, no he podido evitar parar. Es primavera, pero los mil cuatrocientos metros de altitud del puerto hace que agradezca el grueso jersey de lana con cuello vuelto, maldita sea, lo debo estar dejando bueno con la resina, no quiero volver a Burgos pero seguir mi plan original comporta asumir un riesgo, deconstruirme. Ya no tengo miedos, al menos los controlo, pero no sé si tengo tiempo para volver a edificar, o lo que es aún más intimidante, para construir por primera vez. Sé que a tiro de piedra me cruzaré con la carretera que me llevará a Álava, podría seguir huyendo. Creo que seguiré echándome kilómetros a la espalda, los justos para llegar a tu puerta y cuando abras decirte “mira la que he liado con el jersey ¿puedes hacer algo con él, quieres hacer algo con mi vida?

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