Sin categoría 14/02/2022

Porque para verme necesito mirarte.

Acaricio con ternura el dorso de mi mano derecha, allí estuvo la tuya. Fue el último contacto entre tu piel y la mía y aún me quema. Tu piel que la mía ahora reclama con ardiente deseo, su calidez que me hace sentir más hombre, más vivo.

En mi muñeca izquierda aparece, como un recordatorio, una fórmula que llevo grabada en la parte de mi pecho donde guardo todo lo bueno, todo lo bello que me has dado. Una fórmula extraña, larga como el amor y como él infinita, universal, eterna.

Mi cabeza se inclina hasta casi tocar mi hombro, parece que quisiera abrazar esa parte de mi cuello donde tus húmedos labios depositaron un beso. Se me eriza la piel como con millones de minúsculas gotas de rocío, y no es mi cuello es el tuyo, delicado jazmín, violeta efímera.

Tardes frías y soleadas de mediados de febrero, alguna golondrina vuelve a buscar su nido adelantándose a la primavera, anunciándola. Las golondrinas siempre vuelven, siempre lo hacen a su nido, las miro con envidia soñando con que tú vuelvas al nido que entre los dos construimos en mi corazón y que te espera anhelante de tu calor.

Las gotas de rocío tornan en miríadas de pequeños cristales que se clavan en mi piel, se me desangra la esperanza, pero aprieto con fuerza mi mano y conjuro tu ausencia. Estás, siempre estás en cada rosa que vuelve en primavera, y mientras te espero no dejo de caminar hacia ti.

Te grito desesperado, te llamo te llamo por tu nombre, ven compañera, amiga amada. Te reclamo a las flores de los cerezos, que tenemos mucho de qué hablar, que tenemos una vida por contarnos.

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