Relatos 61 01/04/2021

Memoria

Supongo que en esta, como en otras muchas cosas, sigo anclado en el siglo XX. Soy de los que permanecen encadenados al coche, de esos que lo utilizan hasta para ir a comprar el pan, además es que me gusta conducir, supongo que habrá quien piense que es una de mis exageraciones, pero el conducir me resulta terapéutico, me relaja, me tranquiliza. Conducir de noche es una de las actividades más gratificantes que suelo hacer.

Pero aún recuerdo con cierta nostalgia mis viajes en transporte público. Cogía el metro en Ventura Rodriguez, en la estación que está justo en la esquina de Princesa y Luisa Fernanda. Aunque lo tomaba a primeras horas de la mañana, siempre tenía unos segundos para mirar el palacio de Liria. Venía de un oscuro piso de clase media baja, me causaba cierto asombro saber que aquel palacio era la vivienda de alguien, alguien que en pleno centro de Madrid se permitía tener un palacio rodeado de jardines con árboles que parecían no perder las hojas en ninguna época del año. Después me acogía al cálido aliento que emanaba de los andenes y empezaba un nuevo día.

Un par de trasbordos más tarde llegaba a la Plaza de Castilla desde donde salían los autobuses hasta el coqueto campus de la Universidad Autónoma. Dos trayectos dispares y cada uno con sus encantos. Recuerdo el tiempo en el metro, tanto si tenía que hacerlo de pie como si conseguía un asiento, desde que entraba al vagón me dedicaba a observar, de alguna manera me sentía un observador externo que no influenciaba en lo observado. Despertaban mi curiosidad los diferentes tipos humanos, sus actitudes, intentaba descubrir sus vidas, algunos pocos detalles de una cara, una postura, quien leía, quien dormitaba, quien charlaba animadamente con algún amigo. Caras risueñas, caras cargadas de cansancio, de hastío, de un larvado odio a todos y todo, caras llenas de esperanza. Algunos chicos y chicas con enormes mochilas que reían sin parar.

Les inventaba vidas, vidas comunes, vidas seguramente grises, vidas de gente que lucha por mantenerse a flote, no había en ellas nada de heroico, al menos de ese heroísmo que siempre nos han mostrado, no había caballeros de relucientes armaduras ni damas de largas trenzas rubias que cantaban poemas.

Era joven, muy joven, pero ya había aprendido que no me interesaban las historias de hombres y mujeres que habían nacido con privilegios. Eran guapos, atléticos, vestían ropas elegantes, ellos mismos eran elegantes, el mundo era suyo pero… ellos y ellas no viajaban en metro.

Inventé durante años historias para cada una de las personas que viajaban a mi lado, me sentía un pequeño dios, la del muchacho que a estas horas de la mañana ya llevaba un pedido de pescado a alguna casa en la que le abrirían la puerta de servicio, lo haría una chica joven con uniforme de criada, entonces aún eran comunes, le sonreiría, y yo le inventaba otra vida en la que volvía al piso, llamaba, cogía de la mano a la criada y se la llevaba lejos, seguramente a un piso del extrarradio, uno de esos que aún no tenían plaza de garaje. Ladrillo visto, tres habitaciones, dos de ellas minúsculas, un baño, vistas al secarral deprimente que siempre ha sido el entorno de Madrid. Un pisito comprado con esfuerzo a uno de esos tiburones advenedizo o no que viajaban en Mercedes, Siempre morenos, siempre con secretarias de piernas eternas, casado con una muy pía mujer peripuesta como para una exposición. Uno o una de esas que podía atisbar desde el gallinero sentados en sus palcos o en el patio de butacas. El Real era su entorno natural aunque yo ya sabía que no les gustaba la música sinfónica y que odiaban la ópera.

Y le inventaba otra historia al hombre maduro vestido siempre de traje y corbata, empleado de banca, seguro. Inventarle un golpe de suerte que le permitiese pagar los estudios a sus hijos sin tener que recortar de donde ya era imposible, y quien sabe, tal vez si sobraba un pico volverse a vivir al pueblo, un gallinero, un pequeño huerto y la partida después de comer; su mujer, una santa, le esperaría en casa cosiendo un poco, no como ahora por necesidad, sino porque ella es muy apañada y borda como los ángeles.

Y como me sobraban historias inventé una para esa chiquilla, demasiado joven para trabajar pero que ya venía de limpiar el primer portal y se dirigía al siguiente de una lista interminable de portales. Olor a lejía y detergente barato, olor a limpia. Vencida por el sueño apoyó su cabeza en mi hombro, y yo la dejé dormir un par de estaciones, y la imaginé descansada, camino del instituto, estudiando y terminando por trabajar como investigadora en la Universidad.

Esos eran mis héroes, los que siguen siéndolo, no imaginaba que la vida me pondría un día de la otra parte de la cerca que nos separa, si supe cuando llegó el momento que ese no era mi sitio y volví con los míos.

Llegué a sentir rabia, verdadero odio hacia esas personas con las que terminé conviviendo durante un tiempo, el suficiente hasta que el asco me pudo y ante la náusea no me quedó más camino que el de vuelta. Un camino que me trajo a los sabañones en las orejas, donde te golpeaban sin piedad, nunca faltaron compañeros de escuela que tenían un doctorado en crueldad. Un camino que me trajo a los charcos cubiertos de hielo que rompía con fruición camino del colegio.

Y por fin llegaba a la Plaza de Castilla. El autobús era grande y se llenaba de un público más homogéneo, estudiantes y algún profesor joven. Rostros en general bien alimentados, sonrojados, alegres. Los cachorros de los tiburones se distinguían a primera vista, nunca se sentaban, se arremolinaban alrededor de las chicas más guapas, era de consenso general que las más guapas de todas estaban en la facultad de letras. En el medio se sentaban los pardillos y adelante los que pasábamos bastante de la sobredosis de estupidez.

A estos no había que escribirles historias, no las necesitaban, la inmensa mayoría ya la traían escrita en los genes, y la cartera de papá, a los otros les esperaba el éxito, los pobres no pueden permitirse llegar los segundos a la meta. Y ellos lo sabían.

Fui un gamberro descafeinado, un vividor, eso sí que me lo permití. Olvidé, ni tan siquiera tuve que olvidar, a todos los que montaban en ese autobús, olvidé una Universidad que solo fue un instrumento al que despreciaba. Sin embargo recuerdo el calor de la calefacción del autobús. Madrid en invierno, cuando el viento sopla del Guadarrama es un congelador y los pocos metros que tenía que recorrer para llegar al autobús eran un suplicio, que se abortaba en cuanto podía subir al bus.

¿Sabes? creo que me enamoré, bueno, tal vez esa no sea la palabra ni el sentimiento exacto. Intentamos entrar a la vez en el vagón del metro, chocamos, me excusé, y me sonrió, el azar quiso que nos sentásemos al lado. Saqué el libro, no porque quisiera leer, ¿quién podría querer leer con esa chica al lado? Lo saqué para darme un cierto aire intelectual, había que marcar terreno, al fin y al cabo ni hablaría con ella ni volvería a verla. Oye ¿Qué lees? Debería haber caído fulminado en ese momento, no recuerdo ni una de las sandeces que debí decir. Llegamos al destino final y todo fue decir, a ver si volvemos a coincidir.

En las novelas pasa, hay un encuentro posterior y a partir de ahí empieza la narración. En la vida real ella era una chica de la que jamás supe nada pero de la que podría dibujar, si supiese, su sonrisa. No volví a verla pero durante todo ese curso cada día la busqué en el metro, llegué a perder a propósito algunos solo por ver si aparecía.

No puedo asegurarlo, años más tarde, cuando trabajaba en el aeropuerto creí verla, creo que era ella, caminaba seria, muy seria y a una velocidad poco adecuada para moverse por la terminal. Quise salir corriendo pero delante de mi mostrador había una larga lista de clientes con caras de pocos amigos. La seguí con la vista, quise memorizar cada parte de su cuerpo. La olvidé, era joven, la vida era de mecha corta, todo eran fuegos artificiales, la olvidé ¿Cómo pude olvidarla?.

Apenas recuerdo lo que cené hace un rato, el tiempo hace su trabajo, afortunadamente también hay una especie de acceso directo a recuerdos olvidados, y esta noche he vuelto a recordarla, y he vuelto a verla, esta vez la novela termina bien, he recordado cada pliegue de su piel, su olor, el color de sus ojos, su pelo, he olvidado su voz, pero no su sonrisa.

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