Relatos 14 05/05/2018

De repente, un día, como ese soplo de viento fresco en una calurosa tarde de verano que nos golpea por sorpresa, y un escalofrío nos recorre la espalda anunciándonos el otoño, como esa hoja seca que se enreda en tus zapatos, de repente, como en el viejo tango, me aparezco yo,

            Estoy en la zona alta de la calle, a mis espaldas la plaza de Cuba, tal vez por eso te he visto antes, pero ahora sé que me has visto, te delata tu sonrisa. Al menos crees haberme visto, es tanta la gente y la distancia que nos separa. Caminas a su lado, vais del brazo, pero noto como me buscas con la mirada. Por fin nuestros ojos se encuentran y surge la sonrisa, casi imperceptible en ti, en mí sospecho que más amplia. Cuanto tiempo hasta llegar a tu altura, parece que el tiempo se ralentizase, respiro profundamente y me emborracho con el olor que desprende un galán de noche, ¿recuerdas?, si ese que está al final de la calle, donde nos vimos por última vez, donde nos despedimos sin un beso.

            Estamos casi frente a frente, no puedo borrar la estúpida sonrisa que se ha mudado a vivir en mi cara, ahora son tus ojos los que me sonríen, casi puedo olerte, tengo que hacer un verdadero esfuerzo por no correr los escasos pasos que nos separan y estrecharte entre mis brazos.

Cuando ya te tengo al alcance de mi mano, te saludo inclinando la cabeza ligeramente, me respondes con un gesto, y seguimos caminando, no me doy la vuelta, no necesito hacerlo para saber que tú tampoco lo harás, pero eso ya no importa, acelero el paso, una extraña sensación de bienestar me acompaña. En unos minutos que se me hacen segundos llego al mercado de las Flores, busco un buen lugar, pido una copa de vino, y ya más tranquilo, menos eufórico miro hacia tu casa, a la izquierda el río, a la derecha el antro donde bebíamos y escuchábamos algo de Jazz.

Quien no nos conozca pensará que no hay mucho de lo que extrañarse, nadie puede saber que, como te dije en una ocasión, nuestras vidas son una paradoja geométrica, somos vidas paralelas destinadas a cruzarse en cualquier momento, pero condenadas a que cada uno de esos fugaces cruces sean el inicio de una nueva separación, que indefectiblemente terminarán en la separación definitiva.

En la segunda copa he decidido, ahora que ya hace rato que te perdí de vista, que algún día tendré que escribir sobre esos encuentros nuestros, saco el cuaderno, anoto algunas ideas, pago lo que debo, y dando un paseo a ninguna parte cruzo el puente de Triana. Hace fresco, posiblemente el verano esté acabando, oscurece, hay olores que martillean tu nombre en mi cabeza, la luna asoma tímidamente sobre la Maestranza. Sigo caminando…

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